Uno de los grandes debates de la industria de la inversión es el que protagonizan los defensores de la gestión activa frente a aquellos que prefieren apostar por la gestión pasiva. Lo cierto es que hay buenos argumentos en ambos bandos, pero para un inversor que quiera gestionar de forma eficiente y dinámica su cartera lo más recomendable es combinar estas dos estrategias y beneficiarse de las ventajas que ofrecen cada una de ellas. Pero no vale aplicar cualquier estrategia a cualquier tipo de activo. Veamos en qué situaciones es más recomendable utilizar un tipo de gestión frente a otro.
La gestión activa puede añadir valor en mercados poco líquidos, como por ejemplo en determinados segmentos de la renta fija corporativa o en estrategias más complejas como la de long-short en renta variable o la de bonos convertibles. Pero los gestores activos tienen algunos inconvenientes para las carteras de los inversores. Primero, suelen realizar una gestión activa de la liquidez que puede no coincidir con la estrategia del inversor. Segundo, los gestores activos pueden verse forzados a vender (para hacer frente a reembolsos) cuando en realidad les gustaría comprar. Esto hace que en algunas circunstancias la inclusión de gestores activos puede dificultar la gestión del riesgo de la cartera. Pero es el precio a pagar para intentar conseguir una rentabilidad por encima del índice de referencia.
En los mercados maduros y muy líquidos (como por ejemplo, la renta variable americana o la renta fija gubernamental de países desarrollados) está demostrado que la mayoría de gestores no baten al índice de referencia. Y es ahí donde la gestión pasiva (bien a través de fondos índice, bien a través de ETFs) tiene todo su sentido, sobre todo porque las mayores comisiones de los gestores activos juegan en su contra frente a los bajos costes de los gestores pasivos.
Para comprender las virtudes de combinar una gestión activa con una gestión pasiva, conviene entender de dónde viene la rentabilidad total que podemos conseguir con nuestra cartera. Viene en realidad de tres factores. Primero, de la rentabilidad del mercado o, mejor dicho de la rentabilidad de nuestro benchmark o de nuestro índice de referencia (por ejemplo, supongamos que nuestro benchmark está compuesto por 50% Renta Variable Europea y 50% Renta Fija Gubernamental del la Zona Euro; está claro que gran parte de la rentabilidad que vamos a obtener provendrá del comportamiento de estos dos mercados. Es lo que los expertos llaman el benchmark beta. Está claro, por lo comentado anteriormente, y dependiendo del benchmark utilizado, que esa parte de la rentabilidad se consigue de forma más eficiente y barata vía una exposición pasiva a los mercados elegidos (es decir, vía fondos índices y/o ETFs). Una segunda fuente rentabilidad es la que se denomina el active beta. Es la que se genera variando ligeramente los pesos del benchmark. Volviendo a nuestro ejemplo, podríamos en algún momento, en lugar de dedicar 50% de nuestra cartera a acciones europeas, subir ese porcentaje hasta el 55% o bajarlo hasta el 45%, lo que producirá una diferencia (positiva o negativa) respecto a la rentabilidad de nuestro benchmark. Por último, tenemos el alpha de la cartera que puede provenir bien de diferencias respecto a los pesos de los activos incluidos en el benchmark (podemos dedicar más peso a los bancos europeos dentro de nuestra cartera, por ejemplo), bien de diferencias frente a los propios activos del benchmark (podemos, por ejemplo, incluir un pequeño peso en bonos corporativos o en renta variable americana, activos que no forman parte de nuestro benchmark original).
La conclusión es que tanto para el inversor particular como para el inversor institucional la forma más cómoda de gestionar una cartera es, sin duda, combinando la gestión activa con la gestión pasiva.